lunes, 7 de marzo de 2011

"Perdido en Buenos Aires", en la revista Clarín


En el primer número de la revista Clarín de este año (enero-febrero 2011) aparece la reseña literaria que he escrito sobre la nueva novela del amigo cubano Antonio Álvarez Gil, Perdido en Buenos Aires, y que el año pasado se alzó con el Premio de Novela Mario Vargas Llosa que convoca la Universidad de Murcia junto con la CAM. Espero que os guste la reseña y, por supuesto, os recomiendo fervientemente la lectura de esta vibrante novela.

Antonio Álvarez Gil
Perdido en Buenos Aires
Ediciones de la Universidad de Murcia (editum)
Colección: Premios Murcia, 2010


Historia de un fracaso

Un tablero posa sobre la mesa repleto de piezas blancas y negras. Dos ejércitos perfectamente alineados permanecen atentos al primer movimiento, a la primera apertura. ¿Abrirá la partida con el gambito de dama el uno, optará por la defensa ortodoxa el otro? Cada ficha suma y todas a una están dispuestas para el combate. Tan solo un objetivo: matar al rey contrario. Pero si además cae la dama nada más empezar puede que no haya un golpe más bajo. Mientras, un niño observa a los dos contrincantes cuya amistad ha quedado en otra parte, al menos por el tiempo que dure el envite, quizás también después. El zagal, que tiene puesta toda la atención en la partida, observa que su padre hace trampa al mover el negro caballo a una casilla prohibida. El cubano José Raúl Capablanca y Graupera, que con cuatro años advirtió de aquel movimiento fallido, poco podría imaginar entonces que años después, en 1921, llegaría a ser el campeón del mundo de ajedrez, a la edad de treinta y tres años.

Antonio Álvarez Gil (Melena del Sur, La Habana, 1947) ha obtenido con Perdido en Buenos Aires el Premio de Novela “Mario Vargas Llosa” en su edición del 2009. Después de las novelas Las largas horas de la noche, Naufragios, Delirio Nórdico, Después de Cuba y Concierto para una violinista muerta -y de otros tantos premios-, Perdido en Buenos Aires es, sin duda, la obra más lograda, madura y posiblemente la que más quebraderos de cabeza haya dado al escritor cubano. El esfuerzo ha merecido la pena.

Apodado como “el Mozart del ajedrez”, José Raúl Capablanca disputó a finales de 1927 en Buenos Aires el torneo para la defensa de su titulo de campeón del mundo. El retador, que aterrizó en la ciudad porteña sin haberle conseguido ganar una sola partida, era el jugador francés de origen ruso Alexander Alekhine. Capablanca, sin embargo, llegaba con la tranquilidad y la confianza que le propiciaba saber que en los últimos trece años había disputado 158 partidas y había vencido en 154 de ellas. La novela Perdido en Buenos Aires narra, siempre desde la óptica del jugador cubano, la estancia de Capablanca en la ciudad del Plata a lo largo de los dos meses y medio que duró el duelo. Antonio Álvarez Gil consigue, con un lenguaje claro y sencillo que huye de tecnicismos, presentarnos unas escenas que te sientan directamente en las gradas del Club argentino de ajedrez donde se celebraron las más de treinta partidas del torneo, unas escenas que te sitúan delante de aquél tablero y que son capaces de recrear cada partida disputada, hasta conseguir revivir con la misma tensión e intensidad el transcurrir de los sucesivos envites. Alekhine preparo, trabajó y planeó minuciosamente cada partida, no estaba dispuesto a volver a casa sin el título de campeón. Capablanca, para quién el ajedrez es, o al menos era, “algo más que un juego; es una diversión intelectual que tiene algo de arte y mucho de ciencia… un medio de acercamiento social e intelectual”, a penas repasaba los errores cometidos en cada lance. Alexander Alekhine, contra todo pronóstico y para sorpresa del mundo del ajedrez nacional e internacional, se proclamó campeón del mundo. En el fondo, dos modelos de enfrentar la vida: la ilusión, el trabajo, el orden y el esfuerzo, por un lado; la desesperanza, la holgazaneria, el caos y el desinterés, por otro. ¿Por qué esa desidia por parte de Capablanca? Preguntará el lector. Quizás porque, con sus propias palabras, “a veces tenía la impresión de que había comenzado demasiado temprano y agotado la copa de los éxitos a una edad en que otros comenzaban apenas a lograrlos”.

Capablanca pierde porque llega a un momento en el cuál, por encima del ajedrez, le interesa la vida, vivir. “Sí, ya sé que para vos es más importante vivir que jugar al ajedrez”, le dice una de las mujeres con quien se pierde en la noche porteña. “Hay gente que cree estar viva, cuando, en realidad, están muertos en vida”, parece obsesionar al cubano. El campeón se deja llevar y de su mano nos adentramos en la vida nocturna y bohemia de aquél Buenos Aires por donde desfilan todo un grupo de figuras del escenario y la farándula. Tan pronto se encuentra moviendo ficha en algún café de barrio como paseando por sus calles y avenidas, entre las sábanas del lecho de alguna mujer o escuchando ese sentimiento que el viento transforma en sonido, ese suspiro convertido en melodía y que se llama tango. Porque si el ajedrez es importante en la novela, no lo es menos la pasión de Capablanca por el tango; en su búsqueda visita distintos y curiosos cafés como el Café Príncipe Cubano o el Café de los Angelitos donde, interpretados con la maestría de Carlos Gardel, escucha La cumparsita, Milonga sentimental o Mi noche triste.

Lo primero que vemos en la portada de Perdido en Buenos Aires es a una pareja bailando tango sobre un tablero de ajedrez. Antonio Álvarez Gil ha escrito una brillante novela que nos cuenta la historia real de un fracaso y donde el arte de la ficción aparece y desaparece sin avisar. No es la primera novela que se construye en torno al ajedrez, anteriores son La defensa Loujine, de Nabokov; El gambito de caballo, de Faulkner; Un combate, de Patrick Suskind o Novela de ajedrez, de Stefan Zweig, pero lo que sí que es cierto es que Perdido en Buenos Aires merece estar, por su calidad, entre las mencionadas. En las profundidades de la misma un sinfín de reflexiones a cerca de la vida, el paso del tiempo, el amor, la amistad y, al fin y al cabo, la muerte, esperan al lector.

Juan Pablo López Torrillas


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