La gran aventura no
había hecho más que comenzar. El ascenso a la cima le llevaría toda una vida y
sabía que no todo el oro reluce, que no todo el monte es orégano y que alcanzar
la meta no iba a ser un camino de rosas. Sin embargo, nunca imaginó que habría
tramos tan duros, pesados y dolorosos.
Metió en la mochila
lo estrictamente necesario, de tal manera que el peso fuera el adecuado para poder
llegar a la cumbre. En cambio, cuando quiso darse cuenta era demasiado tarde. La
mochila había ido cogiendo peso sin saber muy bien cómo. Llegó un momento en
que el caminar le costaba Dios y ayuda. Comenzó a tambalearse y por un momento
pensó que caería rendida al suelo. Fue increíble pero prosiguió con su ascenso.
Llegó un momento en
el que ya no podía más. Estaba escalando una de las paredes más duras de su
montaña y en un rellano tuvo que parar. Hincó las rodillas en el suelo y trató
de reponer fuerzas cogiendo algo de oxígeno. La mochila tiraba de ella hacia
atrás, poniendo su vida en peligro; un enorme vacío estaba esperando, la caída
sería fatal. Instintivamente miró al cielo, cerró los ojos y quedo a solas con
sus pensamientos.
De repente sintió
un gran alivio. Giró la cabeza y observo cómo grandes piedras iban cayendo al
vacío. Los pedruscos salían de la mochila guiados por una especie de fuerza
extraña, luminosa, enérgica, aparentemente desconocida.
El milagro operó sin saber muy bien cómo, pero lo cierto es que la
mochila se vació del exceso de equipaje… Ya en la cima las vistas eran
impresionantes, las nubes abrazaban las cumbres montañosas y no pudo evitar
emocionarse al pensar en la dureza del camino recorrido. Volvió a ponerse de
rodillas, miró al cielo y cerró los ojos, inclinó la cabeza suavemente, como
agradecida.
En un lugar del mundo, de cuyo nombre no consigo acordarme.
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