jueves, 22 de abril de 2010

Un domingo por la tarde, en la Mancha

Aquella tarde en que la lluvia rompió la sequedad del día observé desde lo alto de la colina la magia de los colores de la tierra manchega. Las tonalidades de verdes y marrones se iban intercambiando como si de un arco iris particular se tratara. La humedad del ambiente aportaba un olor a tierra mojada especial. Los caracoles escondieron sus cuernos pero se multiplicaron por centenares ante la proliferación de hierbajos en el camino.
Dentro del porche el chasqueo del fuego engullendo los varios tablones que, expectantes, contemplan como son devorados, contribuía a mi estado de paz. Las voces no eran demasiadas ni demasiado elevadas por lo que podía pensar, observar, sentir, recordar. Me senté en el sofá frente a la chimenea, cogí mi pipa, la cargué de tabaco y con una larga cerilla la prendí. El humo de la primera bocanada se esparció por toda la sala, los niños estaban en otra sala jugando.
Vencido por el sueño quedé y, al rato, cuando desperté lancé mi mirada más haya del amplio ventanal que nos separaba del exterior. Había dejado de llover. Me levanté, la besé, me puse la cazadora y salí al exterior. De nuevo me encontraba con el aire puro, el olor a tierra mojada y el espectacular juego de colores. Los caracoles seguían escondidos poniendo sus huevos, había que caminar con cuidado si no querías pisarlos.
Así, con sosiego, dejando pasar el tiempo, intercambiando opiniones junto a la chimenea, respirando el aire puro del campo manchego, pasó aquella tarde. Ya no volverá y estoy tranquilo pues la disfruté como procuro disfrutar cada pequeño instante que compone mi vida ¡Qué es la vida sino la suma de pequeños momentos!

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