martes, 30 de noviembre de 2010

La blanca Cruz, la gruta y la pipa

Todos los panfletos y boletines con información turística del pueblo indicaban como punto de partida la blanca Cruz que, situada al inicio del casco histórico, da la bienvenida a los visitantes. Y a los vecinos también. Es por eso que hacia allí nos dirigimos.

Delante de la blanca Cruz un hombre con la boina en la mano y la cabeza gacha posaba. Me llamó la atención porque durante unos instantes permaneció allí, inmóvil, con los ojos cerrados.

Al volver de nuestro paseo matinal por el campo eran ya las doce del medio día. El pueblo es muy pequeño y los domingos solo había una misa, la de doce y media, así que a la Iglesia nos dirigimos. De camino pasamos por una gruta donde se encuentra una representación de la Virgen de los Milagros, la patrona del pueblo. El día de la Virgen acuden allí los lugareños a cantarle Salves. De nuevo aquél hombre, la misma pose, la boina en el mismo lugar y los ojos igual de cerrados.

A escasos metros de la puerta de la Iglesia, de estilo gótico y renacentista y cuya construcción comenzó a finales del siglo XV, tocan las campanas. La hora de la Misa Mayor ha llegado. Al entrar al templo veo de nuevo al extraño señor. Esta vez su pose ha cambiado. En la última fila de bancos de la parte derecha se encuentra de rodillas. Y de rodillas continuó cuando terminó la eucaristía.

Al salir de misa fuimos al bar del pueblo que también hacía las funciones de casino, en la plaza. Aunque parecía el único bar nos confirmaron que no, que había tres más. Pedimos dos chatos de vino, de la tierra, y un plato de rabo de cerdo, me imagino que también del lugar. Al poco entró por la puerta nuestro extraño compañero. Se sentó en una mesa, sacó un libro viejo de su vieja chaqueta y cargó de tabaco su pipa. Se puso a leer. Al poco observé que, sin el pedir nada, le acercaban de la barra un chato de vino igual que el nuestro.

Vencido por la curiosidad me acerqué, me presenté y le pregunté por sus paradas en la blanca Cruz y en la Virgen de la gruta mientras sus manos sostenían la boina, la cabeza permanecía gacha y los ojos cerrados.

- Estando mis padres en vida tenían por costumbre ir a la Cruz y a la gruta a rezar. Yo siempre les acompañaba. Ahora que ya no están y ahora que la gente reza bien poco he pensado que no está mal que yo mantenga lo que me enseñaron. Así, de paso, también hablo con ellos. Pero siéntese hombre, siéntese –me dijo.

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