Después de una semana agotadora ayer celebramos el viernes de Dolores, y en mi caso, tratándose del santo de mi Abuela materna, del de una de mis tías y en mi condición de católico, pues lo viví de manera especial. La Dolorosa sufre como madre al ver lo que se le avecina a su Hijo. Y el Hijo perdona en la Cruz a todos los que allí le han llevado. ¡Qué bonito! Yo doy gracias por mirar hoy al madero y sentirme acompañado.
Dolor, sufrimiento,
perdón, perdonar, perdonarse, la verdad es que la vida es impresionantemente
impresionante. Amor, belleza, luz, cercanía, complicidad, escucha, silencio,
alegría, sol, tierra, agua, aire, luna, estrellas, solidaridad, ternura. Y les
aseguro que no tengo ni idea de porqué he escrito esta última enumeración de
palabras: ¡ea! Decía Rainer María Rilke, poeta alemán, que “la vida es maravillosa”, claro que sí, aunque haya momentos en que no nos lo parezca. Momentos que han de ser aceptados con total naturalidad. Ayer,
en misa, una vez perdonado, pedí a la Dolorosa y a su Hijo por la gente que tengo
cerca, por los maestros y aquellos que tienen obligaciones educativas, por los
gobernantes, por los pobres y por uno mismo, para que su Luz nos siga iluminando. Y sin embargo tenemos días de todo. Dedique un tiempo especial a
una persona que se que no está pasando por el mejor momento, y entonces a uno
se le encoge un poco el corazón, impotente, sabiendo que no puedes hacer nada
salvo estar ahí para escuchar, ofrecer un abrazo o rezar. Y si lees esto pues
te mando una sonrisa y un abrazo, que poco más te puedo mandar.
Al salir de misa me
encontré con un amigo y su hija, que no tendrá más de doce o trece años. Resulta
que todas las noches hacen examen de conciencia al modo ignaciano, juntos en
familia, “es una forma de que expresen sus sentimientos”, me dice el padre. Y
claro, luego me cuenta su hija que, junto a otras amigas, han formado una
asociación que se encarga de hacer manualidades para vender bisutería,
entregando luego el dinero recaudado a Manos Unidas, “para que se lo den a los
pobres”, me dice la niña. ¡Joder, qué bonito!
Y llego a casa y
hablo con mi madre, que tenía un trancazo impresionante, y me dice que está
mejor. Y pregunto por mi abuelo, y que también está mejor, aunque creo que no
le han sentado muy bien unas fresas que se ha tomado, bueno, paciencia, le digo
a mi tía. En cambio no he podido hablar con todo el mundo con el que me hubiera
gustado, pero el de arriba sabe que los tengo presentes en mi día a día. Y desde aquí les digo que "os quiero".
Mi abuela Venancia
decía que teníamos que “hablar con amorosidad”. ¡Ay, cuánto te echo de menos! Eso,
yo creo que falta un poco de amorosidad, de comprensión, de entendimiento, de
ver en el otro a un ser igual que tú, creo que falta sencillez en la vida… Pero
ya saben lo que dijo al respecto: “quién esté libre de pecado que tire la
primera piedra”. No se me ocurrirá a mí tirar ninguna.
Y si mi Abuela reivindicaba
la amorosidad del lenguaje, mi Padre siempre dice que “tenemos que estar de
acuerdo en que podemos estar en desacuerdo”. Y entonces pienso en mi primazo
londinense, con el que mantengo un hermoso debate relativo a un tema que, como
a él, me apasiona: Fe, Razón, Ciencia. La verdad es que podíamos publicar un
libro con todos los mails que intercambiamos.
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