La conoció en el autobús, en el último
viaje que hizo a Madrid, su ciudad de origen. "Parece que hace calor", le dijo. "Sí, eso parece, encima vengo corriendo, y ha habido un error con el billete,
en fin…", contestó el madrileño.
Se llama Martica, es cubana, lleva
un año viviendo con su hija y el marido de ésta en Móstoles, donde los héroes
del 2 de mayo. Su nieto se llama Samuel, "nombre bíblico, aunque yo no creo, no
tengo fe", apuntó. Martica nunca había visto nevar, la emoción le embargó
cuando, entre Alicante y Almansa, se encontró con los copos de nieve cayendo
sin parar, y blancos campos de castilla pudo contemplar. "Si no ha tenido aún
oportunidad, no deje de visitar en estas fechas la sierra blanca de Madrid",
apuntó el madrileño. Tenía pensado dedicar el trayecto a la lectura, pero
encontró en Martica una interesante conversación, distendida, un motivo para
dejar de mirarse el ombligo y escuchar a los demás, que a veces se hace mucho
bien solo con eso.
"Tiene que ser duro emigrar",
pensó. Se emocionó al hablar de "mi Conde", y una lágrima surcó su rostro. "No
se preocupe, usted llore, que eso es bueno", dijo el de Madrid. Llamaba Conde a
un vecino suyo de Cuba, anfitrión de la ancianidad, a duras penas tenía
para comer, poca ropa que ponerse y el hogar donde dormía se lo había dejado Martica. De cuando en cuando le mandaba algo de dinero con una
amiga suya que venía con frecuencia a Madrid. Antes de partir a España le regaló
una toalla. “¿De esas de la playa?”, preguntó. “Sí, de esas,
suficiente para no pasar frío en las noches frescas de La Habana”, dijo Martica.
La trabajada cubana dijo cosas que no le dejaron indiferente, algunas me contó.
“El Conde recibe con su cartilla ocho huevos para pasar el mes,
y un pedazo de gallina”.
“Ustedes no saben lo que es
trabajar”.
“Durante buena parte de mi vida, un año no ha sido sino un día largo”.
Y lloraba.
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