Siempre había
hablado con admiración de sus abuelos, presentes en su día a día, intentando
corresponder a la herencia recibida. Y cuando hablaba de esa herencia todos sabíamos
que se refería a la más importante de todas, la vital, la ejemplarizadora, la
espiritual, la que nunca se gasta, ni consume en toda una vida.
Ya en el salón,
frente a sus abuelos, pensaba en lo maravillosa que era la vida al haberle regalado
la posibilidad de ser testigo del envejecimiento y el deterioro físico, y psíquico,
de sus mayores, de poder aportar un granito de arena en su cuidado y atención.
Le gustaba contar lo feliz que se ponía su abuela al recibir la llamada
telefónica de alguno de sus nietos, a menudo tan escasa. Los dos, a sus ochenta
y muchos años, habían aceptado vivir y sufrir la vejez con la mayor dignidad
posible, cada uno a su manera, sabiendo y teniendo presente que Jesús también
se solidarizó con ellos, en la Cruz. Y era así, viendo y viviendo los avatares de sus abuelos, como un amor infinito abrazaba su espíritu y lo más hondo de su ser.”
Traigo aquí esta
historia, anotada de algún libro leído, recordando que el otro día, en plena
tertulia, se me ocurrió decir que el sufrimiento es necesario, lo que no quiere
decir que vengamos a este mundo a sufrir. Algún contertulio alucinó en
colores con mi comentario. Han pasado varios días de aquello y sigo pensando lo mismo, ¡qué le
vamos a hacer!
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