Por fin la noche de
los Reyes Magos de Oriente llegó. Isabel tardó en conciliar el sueño. Sus
hermanos también. Los cinco, que dormían en literas en la misma habitación, habían
dejado cuidadosamente las zapatillas colocadas junto a la puerta de su habitación.
En una cacerola habían puesto agua para los camellos y unas copitas de mistela
aguardaban a sus Majestades en señal de agradecimiento.
Isabel era la más
pequeña y la que, probablemente, más ilusión albergaba. Todavía ella creía en
las hadas.
Sus padres eran
unos humildes campesinos. No tenían para mucho, mucho que comprar quiero decir.
En cambio, pasaban en familia muy buenos y felices ratos. A los pequeños nunca
les había faltado un caldo de patatas que llevarse a la boca, ni unos zapatos
en invierno o unas sandalias en verano. Los dos mayores habían dejado de ir a
la escuela para echar una mano a su padre en el campo. No pudieron realizar
grandes estudios pero fueron felices pensando en que cumplieron con su deber,
con su familia y con las circunstancias.
Isabel siempre tenía
una sonrisa en la cara. El mismo cariño recibido de sus padres y hermanos lo
ofrecía a todo el que la rodeaba. Siempre guardó muy buen recuerdo de esa Navidad.
Fue la familia al completo, los siete, los que reservaron todo un fin de semana
para montar el gran Belén doméstico. Mientras, cantaban villancicos. Finalizado
el montaje del Belén se unieron de las manos para rezar y dar gracias. Y así
esperaron, día tras día, la llegada de la Natividad de Jesús.
Amaneció, y todos
corrieron a sus zapatos. Isabel descubrió una muñeca de trapo, igual que sus
dos hermanas. Los chicos sonrieron al comprobar que unas espadas de madera serían
las protagonistas de sus juegos en los días sucesivos. La familia al completo
se sentó a la mesa para desayunar, como día especialísimo que era, chocolate
con picatostes. Isabel ya no dejaría de lado a su muñeca en todo lo que quedó
de día. La peinó, la vistió, la volvió a vestir, y fue su compañera de cama
durante mucho tiempo.
Isabel me contó
todo esto el pasado día de Reyes, cuando fui a visitarla para hacernos un poco
de compañía. Me gusta la idea de pensar que la luz de aquella casa, que la
alegría de Isabel y de sus hermanos ante sus regalos, es la misma luz y alegría
que me alumbraba hace unos días, pero a sus 87 años.
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