La torre de la Iglesia sobresale
al fondo, sencilla y señorial al mismo tiempo. La misma torre que viera en su día
Don Quijote, hidalgo ilustre, antes de enamorarse de Dulcinea, o después: ¿o
fue un sueño?
Como los días anteriores, no dejó
de llover en toda la noche; el tiempo, que se mostraba inclemente, concedió una
pequeña tregua. Aprovechó para dar un paseo, tomar un poco de aire fresco y estirar
las piernas. Empezó a chispear justo en el momento en el que se detuvo a contemplar
la imagen, pero continuó caminando, no hubo miedo.
Andar por el campo en contacto
con la naturaleza es una actividad de lo más saludable. Debería ser deporte
nacional. En esta ocasión el viento golpeaba su cara recordándole lo vivito y
coleando que está. Salió a pasear solo, que todo es necesario; momento
apropiado para hacer “un alto en el camino”, pensar la vida, reflexionar sobre
lo humano, lo divino, y dar la bienvenida a las eternas preguntas de la
historia del hombre: “quiénes somos”, “de donde venimos”, “a donde vamos” (como
señala el estribillo de la canción roquera). Cayó entonces en la cuenta: “de todas
las especies que habitan la tierra sólo el hombre se pregunta por el sentido de
su existencia”.
Avanzó, y al poco una ráfaga de
aire valenciano abrazó los vientos huracanados de la nueva Castilla. Al percatarse
de ello volvió a detenerse y miró en rededor, como buscando unos naranjos inexistentes
en ese lugar. En cambio, tenía ante sí campos de viñedos infinitos, donde se produce y
cuida el caldo que recuerda a la sangre de Cristo, tierras de barbechos
aburridos que esperan con calma su momento; llanuras verdes, pardas y amarillas
que reciben las primeras flores de una primavera que a punto está de entrar en
escena.
El aroma de la tierra mojada perfumó cada uno de sus pasos. Ensimismado,
tardó en percatarse de que un grupo de gorriones piaba tras de su cogote desde
hacía rato, de cuando en cuando le susurraban al oído. Sólo pero acompañado.
El Toboso a lo lejos
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