Eran las tres
treinta de la tarde y volvía del trabajo en dirección a mi casa. Ahora la
escena. Caminaba por la acera de la izquierda, al abrigo de la sombra. A lo
lejos, y por lejos entendamos unos cincuenta metros, un cartón sobre el suelo
anunciaba que el señor que estaba sentado detrás también pasaba hambre. En
sentido contrario, pero en la misma acera, se aproximaba una niña. No tendría
más de doce o trece años. Nos cruzamos justo a la altura donde el cartón y el
hambriento yacían en el sueño. Yo continué caminando y a los pocos segundos de
cruzarnos escuché: “¿quiere unas naranjas?”. Me dí la vuelta y vi a la muchacha
ofreciendo unas naranjas a aquel hombre. “Gracias, no rechazo nada”, respondió
una voz tímida, quebradiza, como sin fuerzas. “No hay de qué, le daría un poco
de dinero pero no me ha sobrado nada”, apostilló la joven. “No se preocupe, con
las naranjas engañaré al estómago por un tiempo, gracias de veras”, concluyó
aquel hombre. La muchacha continúo su camino mientras el afortunado pelaba con
sus manos la primera de las naranjas. Se había dirigido a la joven hablando "de usted". Yo emprendí de nuevo la marcha. Al llegar a casa saqué del pantalón
los cinco euros que llevaba en el bolsillo.
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